Por Juan Diego Ortiz López
(Arquitecto bogotano, uniandino, hincha de Independiente Santafe y socio fundador de la firma de arquitectura e ingeniería Dos Ortiz)
Mientras me maldecía como nunca antes me habían maldecido, acusándome de cosas infames e incluso ilegales, lo único que se me ocurría era aceptar que lo que decía esta mujer era, además de cierto, admirable. Me estaba vapuleando por fallas que efectivamente tengo. Se estaba desahogando con una determinación que nunca antes había visto. Me llamó infeliz y suspiró extasiada de saber que volvería a casa para nunca más volverme a ver.
¡Todo esto en la noche final, tras un mes de trabajar junto a mi detestable presencia y no haber dicho nada! Esto no es un testimonio de cómo cambié mi rumbo de vida hacia uno de rectitud y convivencia amorosa con mis hermanos de especie. Confieso que algunas de mis detestables mañas me causan un placer infinito y las cultivo. Cuento esto porque caí en cuenta de la importancia de decir las cosas. Si no fuese por esos tres minutos de ataque a mansalva yo hubiese salido del Taller con una impresión poco halagadora del ahora memorable personaje en cuestión. Un remate perfecto a un mes muy poco normal. Un mes en que las palabras perdieron sentido cuando reímos asombrados de las vulgares perversiones fonéticas, cortesía de los brasileros, de las palabras cassette y boceto. Un mes en el que el encargo arquitectónico asignado no es solo una excusa para hablar de arquitectura, sino para tomar, comer, reír, bailar y pelear. Tanto que tras el atentado ecológico de la última noche ni siquiera quedó maqueta que mostrar, pero si muchas impresiones. Entramos despojados de nuestras precarias reputaciones porque para estos otros extraños no somos nadie. Las únicas reputaciones que tienen derecho de pesar en el Taller son las del intimidante panel de maestros. Es un mes caótico a donde nos enfrentamos al reto de hacernos sentir. Algunos dejaron unas impresiones ruidosas. Presenciamos el coraje (por no escribir la censurable palabra que me gustaría poner) con el que uno de nosotros estuvo dispuesto a generosamente compartir con alumnos y sabios maestros, mediante inspirado discurso de micrófono en mano, el secreto de una buena vida. Otros impresionaron más sutilmente, y los pocos tímidos que trataron de no hacerlo fallaron en su intento. La mayoría dijo lo que tenía que decir, algunos tarde, pero todos hablamos. Si algo nos enseñó el Taller es que en un mes se pueden decir muchas cosas y nos arrepentiremos todo un año de lo que no se dijo. Salimos siendo lo mismos que entramos, del Taller no sale nadie nuevo. Lo único novedoso son las impresiones que hemos dejado. Una impresión no se pierde con el paso de los años. Nuestra generación está más que dispuesta a dejar impresiones honestas y responsables que hagan parte de un legado reivindicatorio de los errores pasados de nuestra especie. Lo único que nos puede detener es que no digamos y hagamos las cosas antes de que se nos acabe nuestro mes. No nos quedemos callados, hagamos lo que creemos es correcto y nunca esperen hasta que sea demasiado tarde para mandar al demonio a las personas que merecemos ser regañadas.
martes, 10 de noviembre de 2009
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bien
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